Lo que te voy a contar a nadie se lo vas a decir porque otras veces han dicho que me estoy
volviendo loca y que de tanto mirar a la calle lo que digo que veo en realidad me lo imagino:
anoche vi pasar al finado Alejandro Obregón por la carrera Cuartel. Más vivo que nunca,
muchacho. Y todito de blanco".
La señora del balcón lo vio pasar, de prisa, camino a La Cueva. Tal vez iba a cumplirles una
cita al Nene Cepeda y a Alfonso Fuenmayor. Todito de blanco: quién sabe quién andará
escogiéndole la ropa en el más allá, que no lo dejó bajar con su camiseta de algodón y sus
bermudas azules teñidas con manchas informes de óleo y de acrílico de todos los colores:
verde vivo de naturaleza muerta, gris nube, rosado de cresta de un cantaclaro nocturno, azul
de ojo único de Blas de Lezo, blanco de alas de mujer imaginada y un rojo de perro y
manicomio modelo 46.
De prisa: como casi nunca. A cumplirles la cita a sus amigos y al Tres Esquinas, que se lo
inventaron pensando en él.
Debieron contarle lo de esta noche, lo de su exposición, y entonces más vale que tengan
cuidado. Si sabe que otra vez se van a reunir su Silvana sobre madera, su Che escondido
entre los verdes, su Madona silenciosa y ese Joselito suyo que se fue a la tumba con la
botella en la mano... si ya lo sabe, estará al acecho, como su antepasado loco de ojos de
lechuza.
Antepasado loco: la genética no falla. Ojos de lechuza: convencido de que la pintura es el
arte del silencio y, por eso, los ojos se mueven sin dejar huella en el oído. Ojos de lechuza:
esperando el momento. Como lo esperó tantas veces frente a La violencia, ese cuadro en el
que logró resumir todos los dramas de Colombia, los de entonces, los de ahora y los que
están por venir. Apocalíptico. Se quedaba mirándolo -mucho tiempo después de que fue
premiado y alabado y fotografiado- y su amigo que había logrado conservarlo, y que lo tenía
en la mejor pared de su casa, sabía que de un momento a otro, animado por el Tres
Esquinas, se le tiraba al cuadro con el encendedor en el punto más alto de la llama, dispuesto
a acabar con él. Quería volverlo a pintar, volver a decir todo lo que dijo con esa mujer
silenciada para siempre.
Loco: como su antepasado. Como la señora del balcón que lo ha visto recogiendo sus pasos
por las calles de Barranquilla, camino a la Cueva del Boston, camino a Puerto Colombia para
adivinar tiburones desde la terraza del hotel Esperia, camino a la calle de San Blas donde
hacía el amor con la mujer que lo inspiraba, o a lo largo del Paseo Bolívar, recordando las
voces de los noctámbulos que trataban de adivinar qué era lo que pintaba a esas horas en
una de las paredes inmensas del Banco Popular.
Barranquilla: su primera imagen del trópico, a los seis años. Trópico que se hizo cóndores y
alcatraces en el lienzo. Que se hizo mujeres de labios ardientes y pubis ardientes y ojos
pendientes. Que se hizo toros con vientre de mujeres vírgenes. Que se hizo peces de bocas
anchas que juegan al equilibrio sobre la paila de una negra. Que se hizo en el lienzo hombres
sin razón, con ametralladoras que parecen barracudas de balas afiladas en vez de dientes o
de dientes de plomo que parecen balas.
Trópico. Trópico pintado a fuerza de ron y de silencios. Trópico hecho realidad a punta de
jugar con el desorden, de darle forma, de ponerle ángel. Trópico a costa de respirar la brisa
marina que se mete por las ventanas e invade el taller y se queda en el lienzo. Trópico de
trementina. Trópico convertido en negras de labios gruesos que pelan mangos con el mismo
cuchillo afilado con el que amenazan al negro que pasa a su lado y les coge las nalgas.
Trópico convertido en volcanes que escupen colores y en ríos poblados de tragedias de
peces envenenados. Trópico de flores carnívoras y de toros herbívoros. Trópico.
La señora del balcón que mira a la carrera Cuartel no está loca: Alejandro Obregón sigue
vivo. Y ya se lo decía su amiga la escultora Feliza Burstyn: No necesitamos que pintes: nos
basta con que existas".